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Traición - Blog Posts

6 years ago

cría cuervos y te sacaran los ojos

anonimo


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6 years ago

Tráfagos

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“Dijeron que solamente iban a hablar, que no lo lastimarían”, lloraba la chica del mensaje.

“Me vendiste”…

Ya sin fuerza, dejé caer el martillo ensangrentado. No debí confiar en tener todo bajo control. La noche anterior, salí de juerga a trabajar un poco; se vende muy bien en los antros y si tienes cuidado, trabajo y placer se pueden juntar sin problemas. Esperaba a una muchacha que me había comprado un poco cada semana desde hacía alrededor de tres meses; además de, ocasionalmente, terminar en mi casa. A la 1:00, me envió un mensaje con la información de una fiesta en busca de ampliar su horizonte recreativo. Prácticamente había vendido todo, pero la dirección estaba en zona de ricos y el dinero nunca está de más. Fui a mi apartamento a abastecerme, no sin antes alejar a algunos mendigos desequilibrados con pinta de normales que de vez en cuando se acercan. Hacia la 1:35, llegaba a la casa. Había mucha gente: algunos conocidos de situaciones similares, varios rostros de influencia, mucha pasta. Me recibieron expectantes encabezados por la hermosa joven dándome un fajo abultado de billetes. Le pasé varias bolsitas llenas para repartir. Después de un buen lapso en aquella reunión llena de deleites, me ofreció un poco por enésima vez, más sugerente. Debí rechazar; llevaba no más que unas cuantas cervezas y es mejor seguir siendo profesional pero, desde su boca, la relajación se volvía necesaria.

“¡Venga acá!”, respondí. Por un largo rato, psicoactivos se mezclaron con los sentidos hasta perderse en agasajes impulsados. Parpadeé y al abrir los ojos, la gente se iba. Los restantes me atacaron y sentaron a la mesa. Entendí lo fundamental entre lo que decían:

“Te nos escapaste por mucho tiempo… Desde ahora únicamente nosotros vendemos… Nos vas a decir quién te lo proporciona... El barrio manda… Te cargo la mierda…, etc.”. Reí y me golpearon con un arma mientras se disponían a quebrar mis dedos con un martillo.

“¡Está bien! Les digo. Ya basta. Les digo”…

“Me obligaron a hacerlo. Perdóname”.

“Sáquenla de aquí”, dijo el del martillo golpeándolo en la mesa. Gracias a su distracción, se lo arrebaté y, justo antes de romper su mano, le di con fuerza en la cabeza a quien me detenía por los hombros. Me descubrí disfrutando de la borrosa escena en que eliminaba cualquier cosa amenazante. Destellos de nitidez llegaron cuando salpicó mi rostro la sangre de una obra de arte que alguien no tan fuera de sí, probablemente, nada más podría ver como una pulpa de carne; hasta que un estruendo me trajo con dolor a la claridad completa. Mi agridulce perdición temblaba desde una esquina con el barril humeante de la pistola señalándome el estómago. Me acerqué unos pasos hacia ella y, con ojos desorbitados de miedo y frustración, disparó dos veces más. Cuando pronunció sus últimas palabras: “Sólo tenías que cooperar”; le lancé el martillo, lo desencajé de su bella frente, besé su cerebro y salí por la puerta principal.

El sol se asomaba iluminando el rocío en las hojas de pasto del pequeño jardín. Las aves no gorjeaban cerca, pero ante los insectos capataces que señalaban el inicio de jornada a los trabajadores que se despedían de sus diminutas pero numerosas familias; elefantes sonrosados y dragones extravagantes, al bailar en lugar de pelear, terminaron en canto alternante de rojo y azul.

“Qué bella mañana”, pensé al sentarme desangrándome en el pórtico.

Gastón R. Fernández G.


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